Ahora que estoy aquí, lo veo todo más claro, desde fuera. No voy a decir que lo veo objetivamente porque eso sería mentir, ya que nada es objetivo. Todo y todos somos objetos mirados subjetivamente por personas. Mas bien diré que ya estoy adquiriendo esa “actitud epistemológica” que necesitaba. Esa capacidad de echarse un paso atrás, de mirar con curiosidad en vez de con acritud, de quitarse el corsé de los prejuicios, de vaciarse de rancias creencias, de perder el miedo. Esa enfermedad que es el miedo, que entumece nuestra capacidad para pensar, y para sentir.
Ahora me río del destino. Ni siquiera debiera pronunciar esa palabra porque ahora sé que no existe. Antes de que ocurriera todo esto, hace mucho mucho tiempo, leí en algún lugar:” El Destino solo nos sitúa ante desafíos de una magnitud en proporción a nuestro tamaño espiritual ”. La frase en sí me hizo reflexionar. Pero entonces no logré descubrir que esa frase tan sólo amparaba las garras de un dogma. Solo ahora se que el destino fue un invento.
Desde el principio de los tiempos, hubo personas que creyeron necesarias las jerarquías familiares y sociales, que necesitaron tener poder y necesitaron ejercerlo sobre otras personas, que los llamaron esclavos, que les hicieron creer que podían disponer de su vida y de su dignidad como y cuando quisieran. Todos aquellos, que bajo el yugo de la amenaza “nacieron” esclavos y esclavas, necesitaron pensar que aquel horror era por algo, como un fin último y divino, y que nada podía hacerse por evitarlo. Así se inventó el destino.
Y ahora me parece una broma, una broma macabra que se ha reído de todos nosotros, el destino. Y ahora toca reírse de él. “El cambio está en tus manos, desmontar el sistema del miedo también”, me dijo Carel, hace unas semanas. Hoy, aquí, en esta isla, lo creo firmemente.