Iba cargada con una mochila gigante, llena de reglas, deberías, miedo, límites y autocebos. Era horrible porque había pasado largos años con esa pesada mochila sobre mí, mis pies estaban hinchados, mis hombros deformados por el peso, mis rodillas ya no me sostenían. Un día, de repente, comencé a ver que una pequeñísima grieta empezaba a resquebrajarse en el suelo que pisaba. En menos de un minuto, pasó de un centímetro a un abismo. No podía continuar. Creí que allí acababa mi camino. Tras largos días de dolor, hastío y hambre, sentada en frente de esa enorme grieta, alguien, desde el otro lado me tendió un trozo largo y quebradizo de madera. De buenas a primeras creí que se estaba burlando de mí, me enfadé muchísimo. Esa madera no podría sostenerme para poder cruzar. De nuevo pasé largos días terribles, pensando en lo penosa que era mi situación. Hasta que un atardecer, algo en mí se dio cuenta de que si soltaba mi pesada mochila, quizá podría pasar al otro lado. Suponía quedarme sin nada de lo que tenía en mi antigua vida, era arriesgado, pero me decidí. En cuanto puse un pie en la madera, supe que no me caería, que soportaría mi peso, ni un gramo más, ni un gramo menos.
Hoy ya no me duelen mis hombros, ni mis rodillas, ni mis pies. Hoy ya he roto el sansara.
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